Época: ReligiosidadPlenitud
Inicio: Año 1091
Fin: Año 1153

Antecedente:
Segunda renovación monástica



Comentario

Los orígenes remotos de la orden cisterciense se remontan a 1098, cuando Roberto de Molesmes, antiguo abad de un rico monasterio benedictino, fundó el cenobio de Citeaux (Cister) en las cercanías de Lyon, con la intención de retornar a los primitivos ideales evangélicos. Sin embargo, los verdaderos fundadores de la orden fueron Esteban Harding, tercer abad de Citeaux, autor de la "Carta caritatis" (c. 1120) y, sobre todo, san Bernardo (1091-1153), que dotó al movimiento de una dimensión verdaderamente supranacional.
La idea básica que inspiraba a ambos personajes era la de devolver al monacato la prístina pureza que la excesiva mundanización de Cluny había hecho perder. Con tal objetivo procedieron al restablecimiento literal de la regla de san Benito (ad apicem litterae) rechazando cualquier elemento que no estuviese explícitamente recogido en su texto. La "Carta caritatis" incidía además en el factor de la uniformidad. El horario, la disciplina, los servicios religiosos, los libros de lectura, el tipo de edificio, el régimen de comidas, etc., debían ser idénticos en todas las casas de la orden al objeto de evitar cualquier tentación de relajamiento. Este extraordinario rigorismo, conscientemente buscado, se unía a una positiva valoración del trabajo manual frente a los oficios divinos auspiciados por Cluny. El equilibrio entre la oración pública, la pobreza, la lectura meditada y el trabajo físico constituía un objetivo irrenunciable que, por lo demás, sólo cabía realizar en abierta oposición al mundo. De ahí que se buscasen zonas alejadas de las ciudades y de las grandes rutas de comercio para establecer los nuevos monasterios. La importancia concedida al trabajo físico y el deseo indisimulado de "fuga mundi", explican que fueran las tierras recientemente incorporadas a la Cristiandad las que atrajeran con preferencia a los cistercienses y a sus conversos. Su presencia, prácticamente en solitario, en las regiones al este del Elba y las enormes roturaciones allí realizadas por los monjes blancos, son buenos ejemplos de esta vocación de aislamiento y rigor.

Cuando san Bernardo ingresó en el Cister en 1112 estas ideas distaban mucho de haberse realizado salvo en el plano meramente testimonial. La orden contaba sólo por aquel entonces con la abadía fundacional, que difícilmente podía imponerse, pese a sus meritos, a la competencia que representaban los otros monasterios de Borgoña, comenzando por Cluny. Sin embargo, la extraordinaria capacidad de san Bernardo consiguió que, casi de inmediato, las enormes potencialidades del Cister se manifestasen. Al monasterio de Clairvaux (Clara vallis) del que san Bernardo sería abad hasta su muerte, siguieron pronto las fundaciones de las otras tres abadías-madre de la orden: Morimond, La Ferté y Pontigny. En 1153 el Cister contaba ya con 343 casas, de las que 66 eran fundaciones directas de san Bernardo. A mediados del siglo XIII, en su momento de máxima expansión, la orden contaba con cerca de 700 abadías masculinas y otras tantas femeninas.

Resulta difícil exagerar el decisivo papel jugado por san Bernardo en la expansión del Cister. Su figura llena con creces uno de los periodos más brillantes de la cultura y espiritualidad medievales. Procedente de la nobleza borgoñona, san Bernardo se mostró siempre orgulloso de su origen aristocrático. De hecho, cuando manifestó su vocación, se vio acompañado de buen número de parientes, y muchas de sus fundaciones se localizaron en los dominios de los aristócratas amigos. Predicador de la segunda cruzada, abogado de la orden del Temple, que colaboró a fundar con su encomiástico "De laude nova militiae" y defensor acérrimo de la ortodoxia frente a los herejes, san Bernardo defendió siempre que tuvo ocasión la sociedad de los tres ordines como marco natural de las relaciones humanas. Este extremado conservadurismo, unido a sus excelentes relaciones con los círculos de poder, facilitaron grandemente su labor, calificable pese a todo de titánica.

Desde el punto de vista intelectual no fueron menores las virtudes del Santo de Claraval. Su riguroso ascetismo, muy superior al exigido por la regla que modeló su forma de vida y la de sus monjes, quedó plasmado ideológicamente en su conocida polémica con Pedro el Venerable. Su visión teológica se caracterizó por un fuerte tradicionalismo, hasta el punto de que se le haya considerado el último de los Padres de Occidente. Defensor de una concepción estática de la fe como depósito inmutable a transmitir, su espiritualidad se mantuvo en cambio abierta a las novedades de su época. Así su declarada vocación mariana (no en vano dedicó a la Virgen todas y cada una de las iglesias cistercienses), su agudizado sentimiento de la naturaleza pecadora del hombre y del mundo y su exaltación de la pobreza constituyen elementos precursores de la futura religiosidad mendicante.

Junto a la arrolladora personalidad de san Bernardo, otro factor que explica el fulminante éxito del Cister fue su inteligente estructura orgánica, combinación de centralismo y autonomía que serviría además de modelo al resto de órdenes monásticas, incluidas las mendicantes.

Basada en la negativa experiencia de Cluny, la organización cisterciense se caracterizaba por su gran flexibilidad. Cada monasterio, cuyo abad era elegido directamente por la comunidad, estaba ligado a una de las cinco grandes casas-madre de la orden, iguales en poderes, aunque se reservase cierta primacía moral a Citeaux. La directa ligazón existente entre las abadías fundacionales y sus hijas estaba además asegurada, desde el punto de vista disciplinar, por las visitas que los abades principales efectuaban anualmente a sus centros dependientes. De este modo quedaban aseguradas a un tiempo la autonomía monástica y la cohesión de la orden, cuyo carácter supranacional -de Palestina a la Península Ibérica- resultaba todavía más acentuado que en el caso de Cluny.

Como culmen de la organización cisterciense existía además el capítulo general, reunido en Citeaux cada año, y del que formaban parte la totalidad de abades de la orden. Presidido por el abad del monasterio fundacional, que se reservaba teóricos poderes supremos de carácter judicial y legislativo, el capítulo general atendía los asuntos referentes a la observancia de la regla, problemas disciplinares, disputas entre monasterios, funcionalidad y decoración de los edificios y, en general, cualquier tipo de irregularidades.

Papel destacado en la orden, aunque sin desempeñar oficios monástico-clericales, tuvieron finalmente los conversos, verdadera línea de contacto continuo con el laicado más consciente de la época.